¿Es posible viajar con un cerdo en un Seat 850? Pues sí, os aseguro que más de una vez lo hemos hecho, sí. Pero, ¿hecho trozos? No, un cerdo entero, de unos 120 kilos. Pero si un 850 no tiene maletero... Claro que tiene poco maletero, más bien el maletero de un 850 se situaba en la parte delantera, en lo que se denomina el capó, donde puede viajar un cerdo estupendamente. Y ¿vivo? No, éso ya sería demasiado; viajaba 'dormido' plácidamente después de haber sido atravesado por el cuchillo 'de matanza' que mi padre, tras un rápido movimiento de manos para darle el último afilado (aún me parece oír ese chasquido), introducía suavemente hasta tocar su órgano vital. Suena a poesía, aunque la matanza, más bien te parece una tragedia cuando eres niño.
Aún estando a casi 200 kilómetros del pueblo costaba mucho renunciar a la matanza. Para no perder tiempo, en vacaciones de Navidad, lo mejor era llevarse el cerdo puesto al pasar por algún pueblo con tradición porcina. Así, sin envolver, a 'lomos' del 850. Por supuesto se mataba en el mismo lugar de los hechos sin ningún problema, en cuestión de minutos. Ya en Andaluz, se echaba el cerdo al portal con un plástico debajo y mi padre empezaba a descuartizarlo. Así no era preciso ni siquiera pasar previamente por el supermercado para asegurarse la manutención de esos días.
Pero ésto no era lo normal, ciertamente, de hecho quizás lo hicimos dos o tres veces, no más, cuando mis abuelos dejaron de criarlos. Alguna matanza recuerdo de niño en Andaluz, pero no demasiadas. Sí veo con mucha claridad ese fotograma fijo con el cerdo abierto en canal y boca abajo colgado de la viga del portal de casa, esperando para seguir siendo desmenuzado al día siguiente. También sigue ahí grabada una pequeña película en la que a mi hermano y a mí nos asignaron un papel secundario, aparentemente fácil, que consistía en tirar del rabo al animal. En un escenario con el gamellón en medio del portal, mi madre con un balde para recoger la sangre para las morcillas, unos cuantos para sujetar y mi padre y alguno más trayendo el bicho chillando como un cerdo, nunca mejor dicho, con un gancho clavado en la papada, no era una representación que nos llegara a seducir demasiado. No sé si llegó a entrar el gorrino por el portal cuando mi hermano y yo pusimos pies en polvorosa y salimos corriendo a toda velocidad hasta llegar a lo alto de la Iglesia. Cuando bajamos, una vez que intuímos que aquélla escena había finalizado, la cuadrilla estaba ya pasándole el soplete por el lomo y raspando el pelo con agua hirviendo. Recuerdo que alguien dijo "vaya ayudantes que os habéis echado".
Pero todas estas inconveniencias tenían también su contrapartida. Ese aroma y ese saborcito del caldo mondongo que resultaba de cocer las morcillas en aquellas brillantes calderas de cobre, sí que era verdadera poesía. Y las salchichas (picadillo) pasadas por la sartén, con las que se ponían a prueba los más exigentes paladares para ver si los chorizos iban a resultar en su punto de sal, era un auténtico soneto. Luego, después de dejarlas reposar se embutían y se colocaban las 'vueltas' de los chorizos en aquellas largas varas colgadas del techo y cercanas a la lumbre para que fueran cogiendo su excelente sabor ahumado. La cabeza se asaba al horno, pero la verdad que ésto no me daba muy buenas sensaciones, aunque había tajadas muy sabrosas.
Cada familia criaba uno o dos cerdos, o incluso más, en pocilgas situadas en algún pajar próximo o anejo a la vivienda. Mi abuela Engracia los tenía en la casa vieja y mi abuela Dorotea en el corral, justo cruzando la calle. Al levantarnos por la mañana, ya estaban los pucheros de la comida al lado de la lumbre y, por supuesto también, colgado de las cadenas o llares, el caldero con las mondas de patata, verduras varias y sobras que conformaban la comida de los cerdos. Algunas veces acompañábamos a mi abuela Dorotea a echarle a los cerdos. En cuanto olían la comida ya se les oía refunfuñar, se ponían nerviosos porque estaban esperando su ración. Aquellos no viajarían en 850, bueno, la verdad es que sí, pero ya con forma de ricos chorizos, morcillas y jamones.
Cada familia criaba uno o dos cerdos, o incluso más, en pocilgas situadas en algún pajar próximo o anejo a la vivienda. Mi abuela Engracia los tenía en la casa vieja y mi abuela Dorotea en el corral, justo cruzando la calle. Al levantarnos por la mañana, ya estaban los pucheros de la comida al lado de la lumbre y, por supuesto también, colgado de las cadenas o llares, el caldero con las mondas de patata, verduras varias y sobras que conformaban la comida de los cerdos. Algunas veces acompañábamos a mi abuela Dorotea a echarle a los cerdos. En cuanto olían la comida ya se les oía refunfuñar, se ponían nerviosos porque estaban esperando su ración. Aquellos no viajarían en 850, bueno, la verdad es que sí, pero ya con forma de ricos chorizos, morcillas y jamones.
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